Del fuego venimos, por el fuego somos y con el fuego caminamos.
Ahí habita la vida, en la infinita urdimbre de fuegos fríos corriendo por los mundos.
En sus estados estamos, de sus estados volvemos a ser. Sólo sus pálidos reflejos miramos.
Al fuego nadie lo enciende. Se lo prolonga.
Abriendo bocanadas en el aire para que siga corriendo.
Al fuego nadie lo apaga. Se devuelve a sí mismo.
Si el fuego no es, uno no es. Pero el fuego puede ser sin uno.
El fuego no viene a uno, venimos con él.
Fractalizado en millones de inalcanzables avenidas.
En otros pliegues y sin estos cuerpos, somos la urdimbre de ese fuego.
Sin dejar de serlo jamás. Con las puertas abiertas y sin muros.
Girando sin parar, conectando sin estorbar.
Ese aliento que se escapa cuando vemos fuego encendido,
son los reconocimientos deslumbrados encontrándose
con la vida manifestada en su verdadera forma.
Un fuego encendido,
trae a este mundo fuego de otro mundo,
desatando un contacto con vida propia.
Permanecen esos túneles abiertos más de lo que nuestro sostén alcanza;
una vela basta, una hoguera trajina lo inmanejable.
Apagarlo no es una opción. La vida no se apaga.
El fuego nos cedió el cambio de formas,
pisando hojas secas extraemos su aliento,
nadando nos impregnamos.
Venimos del fuego blanco, dorado y azul,
fluimos con fuego negro, rojo y transparente.
flotamos en su perpetuo movimiento.